sábado, 14 de septiembre de 2013

GRUPO DE POESÍA DE LOS SÁBADOS. 07-09-2013 (2) RELATOS



GRUPO DE POESÍA DE LOS SÁBADOS A LAS 18:00 h
-revista virtual-
COORDINADOR :
MIGUEL OSCAR MENASSA (Candidato al Premio Nobel de Literatura 2010)
NÚMERO 121 (2), 07-09-2013
Semana a semana iremos mostrando en este blog el producto del trabajo realizado en el Taller virtual de poesía los sábados a las 18:00 h de la Escuela de Poesía Grupo Cero, coordinado por el poeta Miguel Oscar Menassa

Dibujos: Miguel Oscar Menassa

UN DÍA EN LA VIDA DE CÁNDIDO
“Si no tengo soy el que no tiene. Verdad que se sumerge y emerge como una bola de cristal sobre los titulares de los periódicos sin mañana, que gobiernan la vida de hombres y mujeres convencidos previamente de padecer necesidades en cómodos plazos, de padecer amor irrelevante y  deseo consciente, y donde todo queda marchito antes de florecer.
He abierto mis manos y no sabía si era para dar  o para recibir, he cerrado mis labios y  no sabía si era para besarme o para no entregarme a la palabra.
La muerte es una bocanada de ausencia de vida que sólo puede probarse una vez.”
Cándido recuperó sus manos, una vez más, mientras su relato quedaba en el ordenador como si le estuviera esperando, exigiendo una vuelta sin retraso. Las letras parecían querer salir de la página y buscar su mano abandonada ahora al borde de sus genitales. Las manos de Cándido entraron en una contradicción que las condenó a la parálisis hasta que volvieron a colocarse sobre el teclado. Fue cuando tocaron el teclado que su cuerpo se irguió y se dirigió lentamente hasta la cocina, abrió un bote de coca cola y bebió con fruición hasta que sintió un dolor agudo en uno de sus labios. Sintió todo su cuerpo como una existencia plena y una ráfaga de goce hizo leve y ligero su caminar hacia el ordenador. Su móvil comenzó a sonar y Cándido escuchó un grito de auxilio. Se precipitó a responder y cayó en el sofá en una horizontalidad que parecía haber buscado con cierta ansiedad.
CÁNDIDO: ¡Dime Ana! ¿Qué pasa?
ANA: Sólo quería escuchar tu voz.
CÁNDIDO: Mi voz desconoce los cauces de sus designios, tal vez buscas saciar  tu hambre de escucha.
ANA: Sí, tal vez sea mi voz la que necesita abrirse a las palabras que  no he pronunciado.
CÁNDIDO Tus esperanzas rompen lo posible y el silencio se apropia de tu futuro.
ANA: Por eso quiero oírte antes que un sueño me impida soñar. Llamo para despedirme, vuelvo en una semana. Hasta pronto.
El teléfono quedó palpitando en sus manos como si fuera una flor a punto de abrirse, esa despedida había convocado todas las distancias que padecía, las que no volverían más y las que permanecerían dejando su marca en su cuerpo todavía vigoroso y frágil hasta la levedad.
Su mano se acercó al teclado queriendo poner distancia con la distancia y escribió:
“Rompo la lujuria que seduce mi pálpito
reniego de mi sed enmudecida por la sangre.
Arriesgo mi sufrimiento y lo dilapido sin previo aviso.
Ni un solo día delante impedirá  el atardecer de mis pasos.
El amor obstruye la mirada de los amantes.”

El timbre de la puerta comenzó a sonar sin interrupción.
Cándido se acercó a la puerta sumido en una cierta sorpresa, que aumentó cuando Carla se abalanzó sobre sus brazos como para siempre.
CARLA: No encontraba un interlocutor apropiado para mis pensamientos, así que me acerqué con valentía hacia tu casa y aquí estoy dispuesta a que me escuches.
CÁNDIDO: El valor convierte cualquier acto en un acto heroico…
CARLA: Eso me gusta de ti, que siempre estás dispuesto a la conversación…Estoy pensando que durante la infancia nos encontramos con nosotros mismos y no nos damos cuenta, nos engañamos, bueno, nos engaña el transitivismo en el que estamos inmersos, donde no nos distinguimos del otro ni al otro lo distinguimos de nosotros.
CÁNDIDO: Es algo permanente, espero que ahora no le atribuyas al transitivismo lo que antes le atribuías a los otros
CARLA: Pienso que odiamos, amamos, entramos en el rencor, en los celos, en la envidia, nos sumimos en los sentimientos vengativos, tiránicos, humillantes, etc.  y creemos que es el otro quien nos provoca lo que ya está en nosotros como posibilidad…; pero no es de esto de lo que quiero hablar…
CÁNDIDO: Conocer de qué se quiere hablar no quiere decir que se sepa de qué se va a hablar…
CARLA: Cierto, pero hoy quisiera hablar de mis decepciones amorosas, esas que creo que me ha provocado Juan y que en realidad se han provocado por no tolerar la distancia o la diferencia entre  lo esperado y lo hallado…
CÁNDIDO: Nunca sabrás lo que esperabas y tampoco lo que has hallado…tal vez haya sido tu afán de transformar el saber en conocimiento.
CARLA: ¡Oh! ¡Ah! Eres la luz que apaga todas las luces que nunca se tendrían que haber encendido. Gracias por tu clarividencia.
CÁNDIDO: El trabajo siempre permanecerá oculto a la mirada, pero no hay efecto sin trabajo, no hay frase sin sujeto que la diga, y no está claro que el trabajo sea gratuito, siempre se paga.
CARLA: Te estaré agradecida hasta la muerte…
CÄNDIDO: Le das más valor a tu agradecimiento que a mi trabajo, es algo propio del narcisismo, y el narcisismo es de cada uno, así que el que cae en sus propias redes vive ahogado en su propio lago y nada sabe de ello.
Carla sacó 400 euros del bolsillo de su chaqueta y los puso junto al ordenador de Cándido.
CARLA: Me encanta cuando hablas de dinero sin nombrarlo de manera común
CÁNDIDO: Gracias, hasta la próxima.
CARLA: Hasta la próxima.
Cándido se acercó al ordenador y leyó la última línea escrita: “La muerte es una bocanada de ausencia de vida que sólo puede probarse una vez.” Y siguió escribiendo:
“Nada indicaba que estaba muriendo, la vida se escapaba a ráfagas y perseveraba una y otra vez dejando rastro, un rastro que conformaba una vida que tarde o temprano llevará mi nombre y mi apellido. Esa verdad no producía en mí ninguna satisfacción futura ni presente, sólo percibía un pensamiento encerrado en una frase y eso sí que me producía una satisfacción inédita que se deslizaba por mi piel y mis vísceras como un latido perfectamente helado.
Hablar de lo que nunca sabré, amar lo que nunca conoceré, trabajar por lo que nunca será mío, vértigo que huye  del  beso, amanecer sin pausa, discurso encerrado en una fórmula que circula de voz en voz transformando lo que no puede vivir sino en plena transformación.
Pregunto por aquello que dejará de ser y la violencia del presente penetra la piel del tiempo que nace sin compasión sobre la vertiente de un cuerpo de escritura que recorre los siglos por venir y hombres y mujeres dejan de padecer de las inclemencias de la imagen perfectamente idéntica a sí misma y rápidamente se desnudan en las deformaciones de la mirada y la voz. Cautivos ahora del saber, borran sus huellas, bailan al compás de lo ilimitado que se cierra y buscan insaciables, gozando de lo inalcanzable, viviendo a plena pulsión, curtiendo esa astilla del silencio que forjará el no todo y el casi nada.”
Cándido desplegó su cuerpo como si hubiera recuperado uno de sus hilos y comenzó a caminar, como río en el desierto, hacia la puerta; no quería llegar tarde al encuentro con lo terrible y un oscuro sollozo derrumbó la sagacidad del mundo imaginado. Uno de sus más queridos amigos había arrojado de sí los días por venir, y los nuevos dolores y los dolores más antiguos se presentaron unos junto a otros y le hacían pensar en lo extraño de no habitar más la tierra, ni las viejas costumbres apenas aprendidas, ni gozar del propio nombre, ni seguir deseando los deseos, y perder para siempre el hábito de lo terrenal. Darse cuenta que era él y no otro quien estaba pensando en ello, hizo que la alegría de estar vivo invadiera sus manos y su mortífero futuro.
Sus pasos no eran simplemente geográficos, recorrían décadas y ardían cual teas dejando sus aromas, las sonrisas de algunos y algunas esbozaban su lujuria marchitada, lo trágico buscaba su refugio en lo cómico y lo permanente cerraba sus límites, “ya no podría seguirlo más con la mirada, ni escuchar su voz, y eso que no ocurrirá nunca para mí, sabía que no dejaría de ocurrir”.
Dos años después, la madre de sus tres hijos, se había vuelto a casar por tercera vez,  con otro de sus amigos, cuestión que le generaba  pensamientos acerca de su amor por él, nunca había dejado de amarle, sin embargo sólo podían vivir a la precisa distancia de un amigo, y cada vez que se veían se encendía una lámpara que brillaba como una luz enemiga y el oleaje de la tormenta ahogaba toda posibilidad de conversar.
Cuando aquel día de agosto se encontraron, nadie ni nada habría previsto el desenlace, por eso, bajo la mirada atenta de una de sus hijas, se saludaron con un leve beso en los labios, sonrieron descuidadamente y quedaron en silencio durante más tiempo de lo que la impaciencia de su hija requería.
HIJA: Hola papá, ¿por qué estás tan callado?  
CÁNDIDO: Tal vez es el preámbulo que necesita el encuentro…
HIJA: Sigues con tus frases difíciles, esas que te hacen pensar y no permiten ninguna conclusión.
INOCENCIA: Hija, tú siempre tan conclusiva, deberías abrirte más a las palabras.
HIJA: ¡Mamá! Ya estás poniéndote de su parte, es automático, en cuanto aparece en escena comienzas a pensar como él.
INOCENCIA: Hija, no deberías sacar conclusiones  tan rápidamente, lo que pasa es que tú nunca me has dejado hablar con tu padre.
HIJA: Sí, por eso os divorciasteis cuando yo nací…
CÁNDIDO: Ser protagonista de vidas ajenas no es relevante, no es curricular…
HIJA: ¡Papá!! Has de saber que soy protagonista de  mi propia vida, tengo 30 años, dos hijos, un marido, una casa, un trabajo inmejorable…
CÁNDIDO: ¿Y dónde estás tú en ese listado?
HIJA: ¿Qué quieres decir, papá, que soy una lista?
INOCENCIA: Es mejor ser inteligente que lista…
HIJA: Tú siempre tan graciosa, siempre prefieres reírte de mí que enseñarme a amar…
CÁNDIDO: Hija, me parece que ese “siempre” habla de tu afán de eternidad.
HIJA: Papá me analiza y mamá se burla, es como un crucero entre borrascas…
INOCENCIA: Y a ti, Cándido, ¿cómo te va?
CÁNDIDO: No dejo de remar, viaje por tierra o por mar, y todo lo que hago, termino amándolo.
INOCENCIA: Siempre al revés del resto del mundo, yo primero tengo que amar y luego hacer.
CÁNDIDO: Entonces pocas cosas harás…
INOCENCIA: Actualmente, estoy esperando, la empresa en la que trabajaba ha cerrado y quiero encontrar un trabajo que me satisfaga.
CÁNDIDO: Tenía entendido que en el trabajo se satisface al cliente, que las propias satisfacciones venían del trabajo de otros.
INOCENCIA: No sé porqué te obstinas en enseñar a quien no quiere aprender.
CÁNDIDO: No hablo para otro, el otro pertenece a mi pensamiento…
INOCENCIA: ¡Me llevas en tu cabeza, me turba que pienses en mí!
CÁNDIDO: Te llevo en mi cuenta bancaria y en mi corazón, pero pensar no pienso en nadie, sólo me permito pensar a quien me lo demanda.
INOCENCIA: No sé si lo que dices es de sabio o de insolente…
CÁNDIDO: Tu falta de decisión te detiene, no te deja salir de ti misma.
INOCENCIA: Si crees que voy a volver contigo estás equivocado, sé que sólo me quieres para ti.
CÁNDIDO: Nadie puede ser de nadie, nacemos libres y morimos libres, lo que nos esclaviza son nuestras creencias…
HIJA: Mamá, llegamos tarde…parecéis dos enamorados alejados de la armonía…
INOCENCIA: ¡Vamos hija! Parece que no puedes mirar más allá del número de tus ojos…
HIJA: ¡Qué graciosa, mamá! ¡Chao papá!
Mientras miraba cómo se alejaban se produjo un pensamiento en Cándido: “Tal vez todo termina y todo comienza…continuamente, y eso sea vivir.” Una ráfaga de felicidad y una nube de tristeza se cruzaron al unísono sobre sus labios y comenzó a dar los primeros pasos de su nueva vida.
Amelia Díez Cuesta.




CUANDO LOS CAMINOS CONDUCEN A ROMA

No fue necesario que la naturaleza pactase con la belleza formas entendibles para una estética. A veces las imágenes fugaban y los contornos eran alcanzados por palabras que volvían a modelar las formas siempre imprevistas, siempre a punto de cambiar con el torbellino de ideas que las empujaban a los precipicios del sentido y todo cobraba otra vida que iba más allá de cualquier metamorfosis responsable de atestiguar que venían del pasado.
Así, con éstos pensamientos iban recorriendo mis pies el margen de espuma de las olas y mi cabeza pendía como una fruta madura inclinada hacia la tierra como si en ella se encontrasen las miradas de todos los caminantes buscando excavar profundidades imposibles de existir, mientras en la superficie, el agua modelaba en la arena ondas como escrituras innecesarias que hasta ahora nadie se había detenido a descifrar.
La barca descansaba esperando que un nuevo amanecer le diese algún destino de intercambio y pudiesen cambiar peces por dinero porque era necesario  pagar la leña que ardería en las chimeneas de las casas en invierno y esta anticipación era la inteligencia del pueblo que se había congregado junto a ese río que se abría como un mar, una intención de grandeza, que había penetrado en todas las miradas de los acostumbrados a temer la furia de los vientos.
A fuerza de pisadas que llevaban todas hacia el río se habían trazado naturalmente los senderos que con el tiempo fueron ensanchados y se abrieron calles apisonadas con conchillas y a sus costados comenzaron a construirse las casas, algunas cabañas de madera donde guardar las redes y luego las viviendas que variaban de acuerdo a estéticas diferentes y reproducían tímidamente las casas habitadas en otros pueblos, en otros países de los que habían inmigrado. Todos éramos diferentes y un empeño era mostrarlo a través de una arquitectura de autor que se iba alineando y que precisaba de un nombre colgado en la entrada de la casa, a veces en metal, otras grabadas en troncos de madera, pero que era el invento necesario para que ellas perdurasen en el tiempo mas allá de la vida de sus fundadores y así se ejercitaba también esa lectura cotidiana para no olvidar como se escribían las cosas de la vida y cómo el nombre se apropiaba de lo propio y ya no era la casa del médico o del artista refugiado, sino “La Tranquerita”, “Azul- azul”, “El faro”, “Los gallegos”, La Lomita,  y nombres y nombres se sucedían en esa forma de bautismo pueblerino que bendecía y le daba existencia a lo que había sido también el arte de dominar el espacio, ese pequeño espacio destinado a ser el amparo de alguna ilusión posible de llevar a cabo.
A la vez todo cambiaba rápidamente y veíamos como la geografía quedaba congelada sólo en algunos puntos de cemento porque en la costa el río iba comiendo superficies y recortaba con diversas formas las orillas dónde sólo la flora volvía con la insistencia de las estaciones a colocar las matas de las calas, o de los gladiolos silvestres, o de los rosales trepando por los ceibos mientras algunos sauces de la orilla quedaban como en el aire dejando al descubierto sus raíces porque el río había desplazado la tierra y no había manera de pararlo.
Cuando creció la población, hubo que organizarse en algún tipo de gobierno que ejerciese su autoridad para poder construir un muelle para los pescadores, cosa que se había resuelto sencillamente porque la mayoría de los pobladores vivían de la pesca, y porque era la única inversión que no requeriría nuevas inversiones ya que el mar alimentaba, criaba y trasladaba todas las especies que aparecían en determinados meses del año, tabla que todo el mundo conocía y esperaba con un entusiasmo para nada deportivo sino más bien necesario.
Al salir del muelle comenzaba un camino que terminaba en lo que el día de mañana sería la plaza principal del pueblo, que ahora sólo era un espacio baldío con escasos y primitivos juegos para niños, al que había que bordear para llegar a la única construcción que aparentaba una arquitectura cubista, muy moderna, pintada de un azul iluminado por el sol que convivía con el rojo ladrillo sobre el que colgaban las diversas formas forjadas en hierro donde el escultor del pueblo se había refugiado buscando tranquilidad para alojar allí ese romance que mantenía con el que había sido su alumno en la Escuela de Bellas Artes de la ciudad más cercana y más importante.
El silencio que rodeaba la casa Azul, hacía pensar que nadie la habitaba pero la buena salud de las plantas que diseñaban un jardín daba cuenta de lo contrario. Todo en ese ámbito era un clima donde se mezclaba la paz y la zozobra y que me atraía demasiado por la curiosidad y la intención de develar alguna presencia que pusiese por su sola visión un límite a mi frondosa imaginación que derivaba sin rumbo en historias de amoríos prohibidos e inaceptables, aunque en realidad todos habían aceptado esa convivencia entre el escultor y su modelo.
Yo solía merodear por allí porque me interesaban también unas especies de plantas desconocidas que florecían todas al mismo tiempo y que pintaban un paisaje transitorio donde los colores se sucedían alternativamente, dando la impresión que era y que no era el mismo lugar al mismo tiempo.
Un día los vi, juntos, parecía también una composición modelada con la precisión de un buril tallando mármoles distintos. El escultor, un hombre un poco ancho, con anteojos y de mediana estatura conformaba su conjunto con un joven delgado y alto que parecía arrancado de un museo ya que su piel tenía el brillo del mármol trabajado quizá durante siglos y que me hacía recordar imágenes de los libros de Historia del Arte que tanto frecuentaba en mis años de estudiante.
Los vi así, como un conjunto, como un bodegón preparado para ser pintado, es decir los vi inseparables o mejor como la barricada donde se desmoronaban todos mis intentos de seducción para separarlos y sólo quedaba como solución amar al conjunto, de esa manera, como ellos mismos se ofrecían para ser mirados.
En la imprecisión de mis pasos se estaba jugando sin saberlo, la decisión de saludarlos y para alentarlos levante la mano en la que blandía mi cuaderno de notas que siempre me acompañaba porque como decía Desnos, uno nunca sabe…
Un cambio de palabras escueto como de presentación dieron motivo para iniciar una conversación sobre el azul de la casa y sus combinaciones artísticas en medio de un paisaje tan verde y tan calmo y roto el hielo del desconocimiento volvimos a encontrarnos todas las tardes casi a la misma hora, que era la hora de mi paseo y también la hora donde ellos cambiaban la postura de los cuerpos que relajados acompañaban la lentitud de la marcha.
Por ese entonces estaba influida por la física cuántica a la que leía con asiduidad y amaba también a esos delirantes que se aventuraban más que yo en territorios tan particulares, tan acotados pero a la vez tan inmensos, que querían explicar el mundo a su manera y que tal vez eran la expresión de lo que me pasaba con las cosas inexplicables, pero había retenido de ellos algo que le pasaba a las partículas elementales y al poder de la mirada del investigador. Me había impresionado sobre manera esa frase que decía que la mirada del investigador hace cambiar la posición de las partículas elementales. Sí, solo la mirada hacía cambiar sus posiciones y generaba un nuevo mapa de relaciones.
Me animé y comencé a mirarlos de maneras diferentes para enterarme de cuál era la forma de mirarlos que los haría cambiar de posición, tal vez cumplía de esa manera con el esfuerzo titánico de volver posible lo imposible y ser la autora de una separación y de una nueva geografía. Primero los miré con el placer estético que se genera al mirar una obra de arte, después los miré con amor, después los miré de reojo, después los espié, después los miré compasivamente, y al final me compré un par de gafas de sol enormes, con vidrios oscuros para que no se me viesen los ojos y la incógnita fuese la rectora de esa diagonal por la que los sostenía unidos en un mismo foco para operar sobre ellos ese corte quirúrgico que convenía a mis intenciones.
Todo fue inútil, fracasé. Estaban tan unidos que tendría que pensar otra estrategia ya que éstos de elementales no tenían nada y entonces se me apareció otra teoría, la teoría de los eslabones débiles, que de alguna manera coincidía con el fenómeno de membrana que tanto había estudiado en mis años de investigaciones biológicas y dónde había comprendido que los poros son más importantes, que la línea de continuidad de la membrana, y que esta teoría del agujero había sido explotada por otras ciencias, hasta las conjeturales, y que por lo tanto convendría ponerla en práctica. Tenía que generar el agujero que nunca pude generar porque no se trataba de generar ninguna existencia sino que era descubrir cuál era la inexistencia a la que debía sumarme para lograr algún efecto.
Esto me trajo algún dolor de cabeza y hasta llegué a pensar que era como pensar en escupirme, era mandarme al vacío de la inexistencia para poder existir pero que esto tampoco me garantizaba que la operación tuviese éxito y yo hubiese tenido que vivir aunque sea por un instante en esa precipitación o en ese precipicio del que a veces tenía registro cuando me invadían las polémicas entre dos opuestos como el bien y el mal, el cielo y el infierno y no encontraba ninguna solución en ese laberinto donde equivocaba mi salida.
Los encuentros se sucedían cada vez con más frecuencia, nos esperábamos, o no nos buscábamos pero nos encontrábamos en largas conversaciones que nos iban ligando estrechamente y el pensamiento surgía a su través, libre, desprejuiciado, y el respeto se instaló de a poco y después del respeto nos amamos como cada uno éramos en esas conversaciones, tres diferencias jugando en el ir y venir de las palabras. Nos unían las palabras, los cuerpos adquirieron la perfección del mármol y su inmutabilidad fue la superficie rasa donde nos despabilábamos y nos sacudíamos de todos los prejuicios traídos de la vida pasada y ahí en pleno campo la noche amparaba con su cielo tachonado de estrellas el límite superior, que no era nada más que el límite necesario que nos sostenía con los pies sobre la tierra.
No fue necesario poner en palabras lo que nos pasaba, los cuerpos fueron adquiriendo esa despreocupación por estar mal o bien ubicados en el espacio el que comenzó a deformarse y formarse continuamente y no hubo arquitectura sostenible porque aprendieron a vivir como danzando, o cantando, o escribiendo, y recrearon formas que a veces venían de ámbitos no pensados de antemano sino que se instalaban así porque sí, entre nosotros.
Me tranquilicé, más allá del asesinato programado, de la exclusión del tercero, me vinieron a la cabeza los pensamientos que en alguna época consideré como revolucionarios cuando anunciaba la teoría del 4to hombre y mis amigas pensaban que era de verdad, que el cuarto hombre era el cuarto amante que mantenía casi en las sombras para no ser acusada de un exceso sexual, mal visto por los demás y por mi misma porque yo también temía que se me confundan las formas y el placer se transformase en una sanción moral.
Dejé de ser la invitada, todo transcurría en un tiempo otro más allá de los cálculos, ni dos, ni tres, ni cuatro. No dejamos grabado en ningún árbol nuestras iniciales dentro de un corazón más bien todo quedó en la piedra, el que tenía el buril acomodaba el abrazo de nuestros cuerpos de tal manera que éramos su forma, la que adquiría el mármol. El latido dejó paso al silencio, una pausa de frío me invadió, y vi el calor de los cuerpos cuando se evaporaba, dejé de estar en mí y me encontré en dos lugares diferentes, en los brazos del joven que me miraba a los ojos mientras me besaba y en el buril del artista que sin mi consentimiento recreaba mis formas, me ponía en sus manos, me amaba tanto que también fui de él, y él me dio su materia: un hierro doblándose en la fragua, y un golpe de buril.
Norma Menassa.

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